martes, 8 de abril de 2014

LA MALDICIÓN DE PTOLOMEO

LA MALDICIÓN DE PTOLOMEO

 

DIÁLOGOS ENTRE FÍSICA Y CONCIENCIA

 


 

A  MODO DE  INTRODUCCIÓN

 

 

“¿Qué quieres que te diga? Estas son las fichas con las que me enseñaron a jugar…”

 

La cita  corresponde a una divertida, pero sabia respuesta que me dio recientemente un  físico de profesión, respecto de mi pregunta acerca de por qué existe la tendencia en las explicaciones físicas a incurrir, en lo que he denominado “sesgo de objetividad”, pues suponen en sus formulas y axiomas la existencia de un Universo objetivo y externo a los individuos, a pesar de saber que el fenómeno que experimentamos, del punto de vista de cada sujeto consciente, es intrínsecamente subjetivo.
 Producto de esa inquietud he concebido el presente trabajo cuyo objeto es  generar un contrapunto entre la objetividad de las leyes físicas y la  subjetividad inherente a la conciencia personal. El tema no resulta menor. Si seguimos la línea idealista de Berkeley y lo aceptamos por un minuto… ¿Qué ocurre con la Física? ¿Qué es? ¿Podemos predicarla como un componente objetivo?
 Incluso, si evaluamos la tesis central de Kant ¿Qué papel juega la física respecto del nóumeno o la cosa en sí?
Estos inquietantes temas los he decidido abordar mediante una serie de diálogos novelados, al estilo socrático, entre el suscrito —quien expone la visión de las leyes físicas con las obvias limitaciones de un lego en la materia—  y  Fernando o “loco Feña”, un personaje literario (aunque basado en un individuo real) y que, cuán filósofo popular, plantea las hipótesis relativas a la conciencia subjetiva.
Es también un renovado debate entre un Universo objetivo y científicamente estructurado frente a ese cadáver filosófico, pero  que goza de buena salud, denominado solipsismo.

 Me disculpo de antemano por mis malas apreciaciones de muchos aspectos relativos a la Ciencia o la Filosofía, pero considero que las inquietudes que aquí se esbozan son un buen ejercicio reflexivo para cualquier estudiante interesado en la Física y la Filosofía de las Ciencias,  y también,  como un estimulo a la  inquietud metafísica, ámbito en el  que espero, este trabajo puede ser de alguna utilidad.

 

 

 

I           UNA CUESTIÓN PERSONAL

 

 

Nos reunimos en las cercanías de la estación Mapocho, como era nuestra costumbre.

Tenía interés en esta ocasión de conocer las opiniones de Feña sobre el Universo y las Leyes Físicas del Cosmos, a sabiendas que, probablemente, me encontraría con ideas peligrosas para mis conceptos de lo objetivo y lo obvio.

Luego de deambular un rato, nos ubicamos en una banca que daba hacia el norte, de cara al río Mapocho. Feña contempló unos instantes el cauce del río. El suave murmullo acuoso parecía ayudarle a encadenar sus pensamientos. Luego, se apoyó en el respaldo con los brazos cruzados a la altura del pecho y giró su rostro para mirarme de frente:

 —Sé que te costará comprender esto, pero el mundo... o el Cosmos,  pelaíto (solía referirse a mí con ese mote)   es una cuestión personal.

Volvió a repetir la frase, que era lo que hacía cuando expresaba una sentencia contundente.

—“El mundo es una cuestión personal”.

—No te entiendo... —confesé— ¿Por qué habría de ser algo personal? Yo veo lo mismo que tú alrededor: el río, la estación, la gente que circula, esta ciudad.

Sonrió como si le doliera mi falta de comprensión.

—Según tú... ¿Cuándo nació el mundo y cuándo se acabará? —preguntó mordiéndose el labio inferior.

—Bueno, no sé mucho de astronomía ni arqueología, pero se sabe, al menos, que el planeta se originó hace miles de millones de años. Los dinosaurios aparecieron hace... no sé, 200 millones de años atrás y los primeros hombres primitivos alrededor de 7 millones. Tal vez, estoy equivocado en las cifras, pero lo cierto es que estamos hablando de millones y millones de años hacia el pasado.

— ¿Y cuándo crees que se acabará? —preguntaba con un matiz de inocencia sospechosa que auguraba una tomadura de pelo.

— ¡Quién puede saber eso! —exclamé con un cierto fastidio de tener que responder sobre cosas que nadie puede conocer—. ¡No lo sé! Me imagino que hasta que el sol acabe su provisión de hidrógeno y se expanda en una gigante roja y este planeta quede calcinado. Unos cuantos cientos de millones de años  hacia adelante.

—No pelaíto. El mundo tiene una vida bastante más corta y precisa que eso.

— ¿En serio? —pregunté con sinceridad. La astronomía siempre me había fascinado y aguijoneaba mi interés el poder oír los posibles conocimientos que Fernando tuviera sobre el asunto. Ya me había sorprendido un par de ocasiones antes con su alto nivel cultural.

—“Absolutamente en serio”...—respondió enfatizando cada palabra.  

Luego de una profunda exhalación añadió:

—El mundo se originó el día en que tú naciste y se acabará, indefectiblemente, el día de tu muerte.

Me eché atrás en el asiento sorprendido. No podía dar crédito a lo que oía. Evidentemente, razoné a continuación, Fernando estaba haciendo una interpretación metafórica y eso me tranquilizó.

—No vayas a pensar que es una metáfora  —agregó coincidiendo exactamente con lo que pensaba—. Lo que te digo es absolutamente ajustado a la realidad. El Cosmos  no sobrevivirá ni un segundo más una vez que te hayas muerto. Así como tampoco existió ni un minuto antes que tú nacieras.

— ¡Feña, pero eso es tirado de las mechas! Mis padres, mis abuelos, ellos estaban en este mundo antes que yo llegara. De lo contrario, no podrían ser tales. Mi madre es mi madre, porque nací de ella. Luego, por fuerza tenía que estar aquí antes que yo ¡Es absurdo tener que defender algo tan obvio con razonamientos de Perogrullo! —espeté molesto.

Fernando se volvió hacia adelante apoyando sus manos en el borde del asiento.

— ¿Ves? Te advertí que no era fácil de digerir —comentó sonriendo compasivamente.

—Mira pelaíto. Sé que es difícil de entender, pero dime, todo este mundo que te rodea, estos árboles, la tierra, esta banca, la estación, la Cordillera de los Andes, yo mismo que estos instantes formo parte de tu entorno ¿qué somos para ti?

—Cosas, objetos materiales y en tu caso un ser vivo —contesté algo inquieto.

— ¿Pero estas cosas qué son en esencia?—. Golpeó con sus nudillos el borde superior de madera de la banca.

—Materia... materia  sólida.

—Sí, pero de qué está hecha esta materia que tú llamas sólida.

—No sé, de estructuras moleculares y átomos.

— ¿Y los átomos de qué están hechos?

—Electrones, protones, neutrones y partículas subatómicas.

Feña no pudo evitar reírse.

—Qué gracia me causa escuchar a un abogado responder con tanta seguridad sobre aspectos científicos... ¡y hasta te lo tomas en serio! Cualquiera diría que sabes de lo qué hablas.

—No se necesita ser un eximio físico para saber esto. Forma parte de la cultura general —aclaré.

—Bueno, entonces ¿de qué están compuestas las partículas subatómicas, “Einstein”?

Callé. No me atrevía a seguir hablando. Desde ese punto, el tema se me ponía difícil.

—Si seguimos profundizando siempre habrá un punto en que no sepa qué decir. La Física Subatómica es la frontera del conocimiento actual —alegué.

—“La frontera del conocimiento” —repitió Fernando mofándose de la solemnidad con que lo dije—. Esa idea de frontera implica que hay algo más allá y después que se llegue al nuevo límite, damos otro pasito y así sucesivamente, otro pasito, otro descubrimiento, otro pasito, otra nueva teoría, otro pasito y así y así  por cientos de años hasta que este planeta se achurrasque al extinguirse el sol o bien, sea volado en mil pedazos por la estupidez humana ¿no es cierto?

—Si, por supuesto que es cierto, pero así avanza el conocimiento humano.

—Sí,  avanza. El problema es hasta dónde ¿Este avance tiene un término o es una búsqueda infinita?

—No creo que sea infinita. En algún momento el hombre podrá explicarlo todo.

— ¿Eso crees? Resultaría tan fácil como contar todos los números.

Lo miré desconcertado. No entendía la relación de los números con el avance de la ciencia.

—Los números son la expresión cuantificable de este Universo infinito. Los Físicos y los Cosmólogos  se entretienen tratando de averiguar más allá, pero nunca llegarán al final, porque los números reflejan la condición infinita del Cosmos. Imaginemos, por un minuto, que el actual estado de la ciencia equivale al descubrimiento número 414, por poner alguno. Es decir, desde que el hombre se empezó a interrogar acerca de la naturaleza y el Cosmos con criterio científico. Supongamos, a partir de la época de los griegos y hasta hoy, junio de 2011, el hombre lleva 414 descubrimientos. Dentro de algunos años habrán logrado 5 nuevos descubrimientos, es decir, el descubrimiento 415, 416, 417,418 y 419. Extrapola esto al final y dime ¿cuál es el último dígito de la secuencia numérica que equivaldría al descubrimiento último y final?

—El que corresponda al último número.... —declaré sin querer.

—Y los números son infinitos —sentenció Feña.

—Pero no creo, sinceramente, que la relación sea tan “uno a uno”, Feña.

—Pero así es, pelaíto. Siempre que te haces la pregunta ¿y más allá qué? es porque existe otra posibilidad para cuantificar y por lo mismo seguir contando. Siempre después de n, existirá la posibilidad de n+1.

Me tomé la cabeza con una mano, mientras con la otra jugueteaba con la lapicera  en el borde del asiento. La explicación de Fernando me tenía no sólo confundido, sino que también, abatido.

—El tema de la comparación numérica es aún más desconcertante. Hemos visto lo que ocurre con una escala numérica lineal, hacia adelante. Hacia atrás, ocurre lo mismo. ¿Qué pasa con el origen del Universo? Si el presente fuese el 0 de la escala numérica, todo lo que se ha descubierto del pasado deberíamos expresarlo en números con signo negativo ¿no es cierto? Veamos entonces qué deducimos. Considera que la época de los dinosaurios es el descubrimiento N° -312; el surgimiento de la vida unicelular en la sopa orgánica primordial, es el descubrimiento N° -1035; la formación de la tierra, el N°-2223; la creación del sistema solar, el descubrimiento N° -3025. Pero ¡Oh! ¡Qué contrariedad! —exclamó Feña haciéndose el sorprendido— Los números negativos también son infinitos. Luego, llegar al origen de todo sería tan sencillo como contar todos los números negativos desde el -1 al -n. ¿Te das cuenta de lo que quiero decir? Hacia el pasado o el futuro nos encontramos atrapados por lo infinito.

— ¿Me estás tratando de decir que el impulso de la especie humana por querer descubrir el principio y el fin es una aventura sin destino? —pregunté vencido, sabiendo de antemano la respuesta.

Feña, por el contrario, parecía que seguir escarbando en esa paradoja lo estimulaba.

— ¡No te rindas tan pronto, pelao! Ahora viene lo mejor. Además, sabemos que toda unidad es susceptible de ser dividida en infinitas partes, tantas como son los números, cualquiera sea el tamaño del objeto que elijas. Por ejemplo, esta banca. puedes separarla en sus componentes conocidos hasta llegar a las partículas subatómicas, pero dado que la posibilidad de fraccionar es también infinita, puedes seguir hasta la eternidad descubriendo nuevas formas de dividir cualquiera partícula, cada vez, descubriendo nuevos subcomponentes y después de estos subcomponentes, aparecerán los sub—sub componentes y luego los sub—sub—sub componentes en una carrera loca e inútil por llegar a lo último.

— ¿Y crees que existe algo último?

— ¡Claro! puedes ahorrarte todo ese trabajo inútil.

— ¿Cuál sería la composición última de las cosas, Feña?—. me senté de lado esperando ansioso su respuesta.

—Para variar.... Nada—. me sonrió como si me hubiese atrapado una vez más en una vieja broma—. ¡Nada, pelao! y no es un chiste ni una salida fácil. Extrapola mentalmente cuál sería el resultado final de una infinita división de algo.... ¡Nada!

Esa es la consecuencia final... Luego, aunque cueste creerlo, el Universo está hecho esencialmente de nada.

Fernando se levantó y remachó su idea con una manifestación histriónica apuntando diferentes objetos y golpeando la tierra.

— Este cuerpo está hecho de nada. La tierra que piso es nada. Las estrellas son nada. Esta banca está hecha hermosamente de nada... Todo es nada. Recordando la sabia frase que dicen las  viejitas en los velorios.... “No somos nada”.... ¡Nada de nada!

—Pero hay algo errado en esa idea, por lógica que parezca, porque yo estoy aquí. yo existo y tu también.

— ¡Corrección, señor abogado! De lo que puedes estar seguro es de que tú existes, pero todo lo que te rodea es una construcción mental que está hecha de nada, incluido yo, que soy un elemento más del mundo que has creado.

Fernando se sentó a mi lado y me dijo en un tono de seria gravedad:

—“Tú eres Dios viendo una película sobre un personaje llamado Nolberto una tarde de domingo”.

Me observó a la cara para ver si había comprendido esa frase casi poética. Como nada dije, prosiguió.

—Esa película, es el mundo que crees material, porque se comporta en base a ciertas reacciones físicas y químicas preestablecidas, como las cláusulas de un reglamento que estamos obligados a respetar. Por ejemplo, si yo golpeo la madera de esta banca con mi mano, debo sentir dolor. Si golpeo más fuerte, la mano debe hincharse. Si aplico aún más fuerza, deben quebrarse los huesos. Y así con todas las reacciones físicas que bien han definido los hombres de ciencia como “Leyes Físicas”,  “Leyes Químicas”, “Leyes Biológicas”,  etcétera. Esas leyes, que son las únicas que debieran intentarse violar, paradojalmente, las respetamos estrictamente, todos los días, a cada segundo, desde que empezamos a crear este mundo en nuestra mente y a obedecer a esas leyes. ¿O no señor jurisconsulto?

No contesté. me imaginaba cómo podía ser posible desobedecer las leyes físicas, pues Fernando acababa de plantearlo sutilmente. Feña interrumpió mis reflexiones.

—Mira, abogado, volviendo a nuestra problemática inicial. El mundo como lo conoces, nace en el minuto en que empiezas a asimilar y recordar conceptos. Por eso, nosotros sólo obramos y emitimos juicios respecto del pasado, ya sea mediato o inmediato, pero el presente siempre se nos escapará un paso adelante. Vivimos en el pasado porque experiencia que tienes, ¡paf! la metes a la computadora, la procesas y la reconoces con palabras. Cuando eres consciente de la experiencia, esta ya pertenece a tu pasado. Una derivada de esto es que sólo puedes pensar y emitir juicios y opiniones respecto de lo que conoces y cuando crees interrogarte sobre lo desconocido, solamente, se trata de interrelaciones que tu astuto software mental hace de cosas conocidas, o sea “reconoce” algo—. Hizo una digresión—. fíjate en el término: “re-conocer” implica que lo nuevo lo tomas y lo comparas con algo conocido y entonces repites el proceso de conocer, es decir, reconocer. Luego, el mundo no es más que un montón de recuerdos, ya sea que estos sean recientes, menos recientes o remotos.

El mundo nace cuando puedes dar cuenta de él con conceptos memorizables. Considera esto, Nolberto. Si pierdes el conocimiento, el mundo se acaba. ¿Cómo sabes que el mundo no se acabó? Cuando abres nuevamente los ojos y adviertes que solo tuviste un desmayo. Lo mismo ocurre cada vez que nos acostamos a dormir en las noches y no soñamos. ¿Cómo sabemos que estuvimos durmiendo? Al despertarnos y recuperar la conciencia al otro día. Entonces, dices: “¡ah! estuve durmiendo”. Pero al morir, que es una forma de pérdida de conocimiento permanente, el mundo desaparece, desaparecen tus amistades, tus conceptos del Universo, tus temores, tus amores, el concepto de tiempo, tus angustias, tus ambiciones, en fin, todo lo conocido o todo lo que fuiste capaz de registrar en tu memoria. Por lo tanto, puedes entender que no me equivoco cuando te digo que el mundo parte cuando naces y termina cuando mueres.

—Pero, Fernando, si yo tomo, al poco tiempo de nacido, conciencia de mi abuela, por ejemplo, y la identifico como tal cuando ella tenía 50 años, es un hecho que el mundo, al menos, existió hace cincuenta años.

—Y con esa idea me vas a argumentar que si un nieto tuyo tiene 20 años cuando tú te estés muriendo, al menos, el mundo continuará unos 60 años más después que tú no estés.

Se sentó a mi lado juntando el pulgar y el índice frente a su rostro.

—Atiende a esto, pelaíto. Tú naces al mundo cuando tomas conciencia de él y eres capaz de recordarlo. Pero, curiosamente, el mundo nace también contigo. Es, te repito,  como ver una película en el cine. Supongamos, una película de la Segunda Guerra Mundial. El film parte con ciertos antecedentes previos, los conflictos desencadenantes, la situación de Europa de la época, el ascenso de Hitler, el Tratado de Versalles, etc., pero esos antecedentes son sólo eso, antecedentes para explicar la acción de la película y cuando ésta termina, ya sea con la victoria o la derrota de los protagonistas, tú puedes deducir los efectos posteriores a la película, pero eso es sólo una suposición; pues, la película real, es decir las acciones que transcurren frente a los ojos del espectador, tienen un principio y un final muy definidos: las dos horas que dura el filme.

— ¡No puedo aceptar eso, Fernando! Es un hecho que el mundo sigue después que yo muera. Piensa que alguien esté sujetando mi mano en el instante de exhalar el último suspiro. Al morir, yo sé que esa persona seguirá sujetando mi mano y por lo tanto que el mundo seguirá dando vueltas.

— ¿Sí? ¿Y quién te lo va a ir contar si tú estarás muerto? ¿Cómo puedes asegurarme que esa mano piadosa, junto con tu habitación mortuoria, el pueblo donde ocurra tu muerte, el país al cual pertenece ese pueblo, el sol que lo iluminaba si hubieses muerto de día, no se esfumen en un remolino  como el pueblo de Macondo de García Márquez, junto con el cese de tu vida?

Feña me miró con los ojos abiertos. Me daba la impresión que pretendía traspasarme el asombro que le causaba su propia visión cosmológica.

—Te lo repito una vez más. El mundo es una cuestión personal tuya. Nadie podrá vivir tu experiencia de vida y para cada persona el mundo es propio personal y subjetivo.

Se  sentó con su espalda recta. Juntó sus manos dando una pequeña palmada y continuó:

— Un  ejemplo ¿Conoces Nairobi?

—No. Sólo de referencia —reconocí.

—Me imagino que tus doctas referencias son las películas de Tarzán ¿no?

Sonreí algo turbado.

—No te avergüences. Por eso te puse el ejemplo. Yo tampoco conozco Nairobi, pero al igual que tú, me lo imagino gracias a las películas de Tarzán. Entonces, tu idea de Nairobi es la de un pueblo medio tribal, perdido en la selva africana del primer tercio del siglo XX. Sin embargo, Nairobi, probablemente, es una gran ciudad con altos edificios y tránsito similar a ésta. Pero mientras algún agente externo no modifique tu concepción, ya sea un reportaje o una visita personal, Nairobi seguirá siendo la idea que de ese lugar tienes y así pasa con todos los conceptos de la vida. Como decía un filosofo atinadamente “yo soy yo y mis circunstancias”. Eso es la vida y el mundo en realidad. Ahora, en el fondo de la cuestión, da lo mismo si te imaginas algo que sólo conoces de referencia o lo conoces efectivamente, porque, como ya vimos, de todas formas el Universo está hecho esencialmente de nada. Luego, todo lo que existe son nada más que representaciones mentales con las cuales interactúas produciendo efectos previstos por esas llamadas Leyes de la Física.

Fernando se acomodó, nuevamente, con sus brazos cruzados a la altura del pecho e inclinó su cuerpo hacia mí para que le escuchara claramente.

—Entonces, si me preguntas que es para mí el Universo, sólo puedo decirte que es una representación mental. Una cuestión personal de un solo individuo frente a la inmensidad de lo desconocido.

 

Fernando calló.

El murmullo del río, daba la impresión de burlarse a carcajadas de mi ciega creencia en una realidad trascendente a mis circunstancias personales.

 
 

 

II          LA MALDICIÓN DE PTOLOMEO

 

 

No sabía si  deseaba reunirme nuevamente con Feña. Me sentía abatido con sus heterodoxas visiones sobre casi todo los temas que charlábamos.

Sus opiniones era la manifestación del solipsismo más extremo que hubiese podido oír. Sin embargo, reconocía en Feña expresiones de Berkeley, de Kant,  de Schopenhauer e incluso pasajes solipsistas del Tractatus de Wittgenstein, pero ninguno de esos autores había logrado expresarlo de la forma demoledoramente actualizada de Feña.

 

Finalmente, decidí encontrarme con él, cerca de las 5 de la tarde, un día domingo de junio extrañamente soleado y despejado para esa época del año. Me animaba una idea que había fraguado y que destruía la linealidad absoluta planteada por Feña: el Big Bang. Al menos, el Universo si tenía un origen y no era un pasado infinito. Los radiotelescopios y la radiación de fondo así lo indicaban.

 

Lo encontré cerca de los antiguos silos de acopio en la parte poniente del Parque de los Reyes. Feña había encontrado una posición elevada que le permitía un lujo curioso a fines del otoño y en una ciudad tan contaminada como Santiago: una visión anaranjada  hacia el suave cordón montañoso del poniente, matizada de nubes dispersas premonitorias del próximo atardecer.

 — ¿Suave tu vida, pelaíto? Fue su típico saludo.

—Sí. Feña ¿Y tú cómo estás?

—Suave, pelao, todo suave… Como no estar tranquilo –agregó— si vamos a tener una puesta de sol gratis en esta cochina ciudad, sólo para nosotros.

Tras una profunda exhalación musitó con los ojos cerrados: —El mundo personal es mágico.

—Pero la magia no existe Feña, salvo como una expresión poética —me encantaba “enmendarle la plana” a sus raras ideas.

—Eso lo veremos pelaíto, eso lo veremos. Se giró con los ojos entrecerrados por la resolana de la tarde y me dirigió la pregunta que esperaba:

—Y bueno, vamos a seguir hablando de ciencia ¿O no?

—Si, Feña, y quería señalarte, de partida, que tu linealidad infinita no es tan cierta.

— ¿Sí? —Exclamó sin mucho asombro—. Ya que me vas a atacar, supongo que trajiste al menos algo para comer.

Me sonreí y le acerqué un trozo de una barra de chocolate que portaba.

—Ahora sí —exclamó—. Estoy listo para todo.

—Mira, Feña. Te concedo que pueda ser infinito nuestro conocimiento hacia el futuro, pero no ocurre lo mismo hacia el pasado, ya que nuestro Universo surgió de una primera gran explosión. Incluso, los potentes radiotelescopios demuestran ese evento.

— Te refieres al Big Bang?

—Correcto Feña —exclamé, contento que además tuviese conocimiento de ese fenómeno.

Feña pensó un rato moviendo la barbilla intermitentemente de arriba y abajo y luego agregó

— ¿Y no me dijiste recién que no creías en la magia?

Lo mire sorprendido. ¿Qué tenía que ve un hecho eminentemente físico con la magia?

Fernando parecía adivinar mi inquietud.

—Si crees en el Big Bang, entonces crees en la magia.

—No entiendo bien tu razonamiento Feña.

—Eso es lo que pasa a los físicos. Suelen ser muy buenos observadores, pero malos filósofos, así que sacan pésimas conclusiones, y para peor, conclusiones que no son lógicas. Ellos dicen que el Universo “surgió”. Luego, en la primera partícula que generó el gran estallido estaba comprimida toda la materia y la energía, y que al producirse el estallido el espacio se empezó a formar a medida que la materia y la energía  se expandían ¿No es cierto?

Asentí con mi cabeza. Para variar,  Feña dominaba el tema bastante mejor que yo.

—Pues bien… los físicos no se dan cuenta de un hecho que, de ser cierto, deja chica hasta la supuesta labor creadora de Dios… si el Universo surgió… ¿Qué había antes? Debo concluir necesariamente que nada ¿Y  cómo de la nada puede surgir algo?

Me miró ladinamente y extrajo el fondo de tela  del bolsillo de su raída chaqueta con el índice y pulgar de su diestra, en ese típico gesto de no tener dinero.

—“No se puede sacar de donde no hay”, pelaíto. Ergo, sólo un acto de magia puede hacer salir algo de la nada.

—Pero, tal vez, si lo que había era una singularidad, puede que la materia surgiera de alguna forma —agregué  a sabiendas que estaba dando manotazos de ahogado  con un concepto difícil de asimilar por legos.

—“Singularidad” ¿qué es eso? —preguntó Feña abriendo los ojos en señal de sorpresa.

—Es un estado especial del Universo donde las leyes físicas conocidas no operan. Traté de explicarlo en un tono de docto convencimiento, aunque sabía en lo profundo que no comprendía bien de lo que hablaba.

—Interesante… ¿Dame otro pedazo de chocolate? Primera vez que traes uno decente.

—Le mostré el envoltorio vacío y subí mis hombros en señal de exculpación.

—Se acabó, Feña. Lo siento.

Feña me miró. En su rostro danzaba una sonrisa triunfal.

—Entonces, fabrícate una “singularidad” —dijo remedándome—. Ya que crees en “San Big Bang”, entonces debes ser capaz también de de creer en algo más pedestre como ser capaz de,  por tu  propia voluntad, hacer salir de la nada una barra de chocolate.

Miré el envoltorio y, como si en él estuviese escrita una respuesta aplastante, comprendí la certeza lógica de Feña. Los físicos hablan del instante de la máxima comprensión de nuestro Universo, pero es una suposición parcial, ya que efectivamente un proceso de Big Bang supone un origen… un origen que es la propia negación de lo que ES, es decir, la NADA… Un opuesto que no puede engendrar el concepto contrario.

—Lo siento, pelao —Feña parecía entender mi conmoción—, pero no puede haber Big Bang. No en el TODO. Eso puede ser válido para la explicación de tu Universo personal, pero es un absurdo en la totalidad.

Me senté a su lado mirando al suelo. No tenía ánimo de discutir sólo de comprender.

—Pero  ¿cómo explicas el efecto Doppler Feña?

—Si me dices de qué se trata puede que opine algo. Se te olvida que no tengo tu amplia formación de Filósofo de las Ciencias —enfatizó con agradable ironía.

—El efecto Doppler es la extensión o contracción que experimentan las ondas luminosas o sonoras que emanan de un móvil que se aleja o acerca. Eso se observa en el ruido que emiten los autos que pasan veloces cerca de ti. ¿Te fijas que hacen un ruido que sube de tono y luego baja?

Feña hizo un “¡bruuuum!”  en un tono bajo-alto-bajo que me demostraba que había comprendido el fenómeno.

—Eso lo apreciamos con el sonido de autos o motos, pero los radiotelescopios lo captan a partir de las ondas de luz. Cuando los astrónomos dirigieron los radiotelescopios al Universo, en todas las direcciones, se percataron que los colores de estrellas y galaxias experimentan un corrimiento al rojo en todas esas direcciones. Como consecuencia de ello, se dieron cuenta que el Universo se expande, ya que el corrimiento al rojo, demuestra que las ondas electromagnéticas se van alejando, no acercándose.

—Entonces, se supone que, si el Universo se expande, al retrotraer la película habría un momento en que el Universo nació ¿No es cierto?

—En efecto, Feña. Es más, se cree que podría haber a futuro un Big Crunch, es decir que el Universo detenga su expansión y se inicie el proceso inverso y todo se vuelva a comprimir hasta desaparecer.

—Y se repetiría la historia como un eterno retorno o un ciclo de sueño de Brahma supongo —agregó Feña.

—Supongo, respondí mecánicamente.

Feña se levantó y estiró como un gato. Con las manos en jarras observaba hacia la próxima puesta de sol.

—El Big Bang existe, pelao. Tu efecto Doppler así lo prueba. El tema es dónde ocurre. Eso es lo que hay que comprender.

Me quedé de una pieza. Había negado brillantemente el Big Bang y ahora lo reconocía.

— ¿Y dónde sucede Feña? Me imagino que hacia el centro del Universo

—Exacto. Y no puede ser de otra forma… ocurre en el centro del Universo.

Me levanté agradado que alguna vez estuviésemos tan de acuerdo y me ubique a su lado a observar la puesta de sol.

— ¿Dónde estará el centro del Universo, Feña? Seguramente a unos 13 mil millones de años luz de acá.

Feña largó una carcajada alegre.

—Te pareces a Carl Sagan hablando de “miles de millones” de todo. No, pelao. Nada está tan lejos ni en tiempo ni en distancia.

— ¿Y entonces dónde crees tú?

Golpeó mi pecho con su índice. —En alguna parte allí dentro —exclamó.

Miraba alternativamente su rostro y su dedo presionando mi chaqueta sin comprender.

—Esa es la “Maldición de Ptolomeo”, abogado. Es hora que la vayas conociendo.

¿La maldición de Ptolomeo? Repetí sonriendo esperando alguna de las curiosas y graciosas ocurrencias de este extraño filósofo popular.

—En efecto —dijo Feña apuntando con su índice hacia el poniente—. Allá tienes la maldición de Ptolomeo: la puesta de sol.

— ¿Y qué tiene que ver la puesta de sol? —Inquirí confundido.

—Tú lo has dicho… “la puesta”. ¿O acaso te cabe alguna duda de que el sol se pone?

Ahí caí en la cuenta de la metáfora de Feña, que auguraba una de sus típicas trampas argumentativas.

—Pero, córtala, Feña. Todos sabemos que es la tierra la que gira, no el sol.

— ¿Realmente eso crees? —Me dijo simulando una profunda sorpresa—. ¡Pero si tú lo estás viendo! ¡Mira! —Me remecía del hombro como si fuese lo más novedoso del mundo—. ¡Si poco a poco se pierde tras los cerros!

—No seas ridículo. Es un hecho que la tierra gira —agregué con suficiencia.

—Tú nunca has visto ese supuesto “hecho”. Lo crees porque te lo enseñaron así— . Me encaró entrecerrando los ojos— ¿No es un poco audaz oponer un producto de tu imaginación contra  lo que realmente percibes?

Abrió sus brazos dando la espalda al rojo atardecer y prosiguió:

—Sea lo que sea lo que digas, en el fondo de tu ser te manejas con Ptolomeo, no con Copérnico. Y si aceptas que el Big Bang está dentro de ti, entonces Ptolomeo es el que tiene razón.

—Yo no he aceptado que el Big Bang esté dentro de mí. Esa es  una idea ridícula tuya.

Feña calló un momento. Con las manos en los bolsillos  de sus astrosos jeans se paseaba alrededor mío sumido en profundas reflexiones. De pronto se detuvo con los ojos enfocados al infinito,  como si algo hubiese gatillado en su mente

— ¿No me dijiste que los científicos habían advertido que el Universo se expande por el efecto Doppler?

—Si, así es

— ¿Y que estos habían mirado hacia todos lados y comprobaron que el Universo de expandía?

—Cierto.

— ¿Y se expandía en todas direcciones?

—Así es.

— ¿Entonces dónde está el centro del Universo?

—No sé… supongo que hacia donde veían, tal vez, la mayor concentración de galaxias.

—No, pelao. Si veían la expansión en todas direcciones significa que el centro del Universo es el observador que mueve el telescopio.

Quedé pasmado ante la profunda reflexión de Feña. En efecto, si el Universo se expande a partir del observador, entonces, el centro del Universo es el que corresponde al sujeto que observa.

Feña pareció adivinar mi descubrimiento

—En efecto, pelao, ¿Cómo vas a buscar “el centro” de un Universo infinito? Es otro desvarío de la física que se inmiscuye de contrabando en la metafísica.  Piensa cómo puede haber un origen en un espacio infinito, que no sea el sujeto que atestigua ese Universo. En consecuencia, el infinito danza alrededor tuyo mediante esta escenografía. Ptolomeo nos maldijo. Pese a todos los esfuerzos copernicanos, acá está, vivito y coleando.

—Pero eso es metafórico, Feña. Aún aun concediéndote que el centro del Universo sea relativo, Ptolomeo, a su estilo, estaba errado. De hecho, para tratar de explicar las incoherencias de su sistema tenía que inventar trayectorias circulares ad hoc de los cuerpos en la bóveda celeste a los que llamó epiciclos.

— ¿Y acaso no son también epiciclos lo que hace la cosmología actual? ¿No es un epiciclo creer que el espacio se expande conjuntamente con la expansión de las partículas? ¿No es otro  epiciclo suponer que existe un espacio- tiempo,  una onda-partícula; suponer la nada y no hacernos cargo de ella para justificar un origen explosivo? ¿No es un epiciclo jugar a interpretar la realidad objetiva cuando sólo tenemos la experiencia de un mundo personal?

Cruzó sus brazos y volviéndose hacia el moribundo sol, agregó:

—El origen y la expansión del Universo es sólo una ilusión que se da en la mente de un ser humano. Allá afuera, sea lo que sea que hay, está quieto y de alguna forma “lleno hasta el borde”. No existe el espacio ni el movimiento. Todo es estático e infinitamente particularizado en eventos: la totalidad de todos los eventos posibles, en todas sus gamas de asociaciones e intensidades.

Volvió su rostro hacia mí:

—Si el Universo se expande,  tú estás inmóvil.

— ¿Cómo es eso, Feña?

—Fácil pelao: imagínate que estamos en el espacio, en la inmensidad del vacío entre dos galaxias lejanas. ¿Qué ocurriría si ti te ubicas en el centro de un cubo imaginario? Si en cada vértice del cubo  y en cada uno de sus seis lados pones a observadores con radiotelescopios enfrentados… ¿qué ocurriría?

—Todos se verían alejándose mutuamente.

—Así es, desde tu punto de vista, pero en el contexto de todos los observadores, si se pusieran de acuerdo, tendrían que llegar a la conclusión que tú  no te mueves. Al ocupar el centro de la expansión, la expansión no puede “pelotearte de aquí para allá” . Y esa paradoja es la realidad. Al ser tú la única expresión real de eso que está afuera, a lo que Kant llamaba el Nóumeno, tú no te puedes mover. Tu supuesto Big Bang ocurrió en tu cabeza y sigue expandiéndose en la medida que se expande el fenómeno interior de tu conciencia, pero todo ese Universo baila para ti. Cuando crees que la tierra es la que se mueve hacia el oriente, en realidad, es todo el Cosmos que se mueve en la dirección contraria, a diferentes velocidades y movimientos angulares. La gracia de Copérnico fue detectar una apreciación más eficiente de esos movimientos. Es decir, una apreciación que generaba regularidades más eficientes, sin necesidad de “epiciclos”, pero es sólo un ejercicio imaginativo para armonizar perceptivamente con la danza cósmica que se genera en tu mundo personal.

Fernando estimó que no tenía más que agregar. Nos quedamos en silencio unos segundos eternos.

—La noche esta por caer, Nolberto. Creo que  es hora de despedirnos.

—Si tienes razón, Feña “la noche esta por caer”—.Lo dije en ambos sentidos,  sin dobleces.

Feña lo percibió y me lo demostró con una sonrisa de satisfacción. Estrechó mi diestra fuertemente y se alejó  a tranco sereno  hacia el oriente.

 

Me volví sobre mis pasos, aún confundido por todo lo que acababa de oír...

A medida que caminaba, sentía la curiosa sensación que el mundo  se recreaba, a cada zancada, en enormes escenarios circulares, desde la punta de mis zapatos hasta el horizonte infinito.

 Me detuve extasiado ante esa extraña sensación. Giré en todas direcciones y me vi, por unos instantes, rodeado mágicamente por aquello de lo que hablaba este extraordinario filosofo de lo subjetivo: mi incomprensible, a veces hostil  y, a la vez, tan querido Universo.

 

¡Esa maravillosa cuestión personal!

 

 

FIN

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